El dulce ruido matinal
Dos mañanas después del Día Internacional sin Ruido me he despertado no con el canto de los pájaros, no con la brisa suave acariciando mi cara, no con un leve rayo de sol invitándome a comenzar un nuevo día, no. Me he levantado con el derribo de una casa colindante a la mía. El paisaje que se abría ante mí por la ventana no era el clásico tráfico de fondo, era el brazo incorrupto de una excavadora de las grandes. Es una tónica que se prolonga ya unos siete u ocho años.
Mi barrio estaba sembrado de casitas y pequeñas plantas bajas que recordaban el pasado trabajador de la ciudad en la que habito, Elche. Todo eso ha dado paso a magníficos edificios para las generaciones venideras, trabajadoras del mismo modo. Por eso debo estar estresado un 60% de las 24 horas que tiene una jornada completa.
Aún así, me quejo de vicio. Los hay que cuando se levantan no ven desde su ventana el brazo de una pala excavadora, ante sus ojos la destrucción marca el inicio de un nuevo día, roto como ayer y antes de ayer.
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